Existen artistas, muy pocos, que logran conectar con el alma de su pueblo, que de algún modo se sincronizan con el latir del corazón de la sociedad de su tiempo y, más allá aún, se convierten en parte indisociable de algo que tiene mucho que ver con la idiosincrasia, el ser de una nación, de una patria, de un modo común de estar en el mundo o en una parte de él. Nicaragua tiene uno de esos artistas y se llama Carlos Mejía Godoy. Cantor de sueños y revoluciones, también de desencantos, desde un nuevo exilio, más doloroso e injusto aún que el primero, echa la vista atrás en unas memorias recién publicadas bajo el título de Y el verbo se hizo canto.